¿Sabe usted lo que nos está matando?

El COVID-19 no empezó el año pasado. Tampoco empezó en China. La peste que nos está arruinando económicamente, que ha matado a 742.074 personas de todo el mundo y que ha infectado a más de 20 millones de seres humanos, empezó mucho antes.

Lo que nos está matando empezó mucho antes y tuvo varios antecedentes, entre ellos puedo recordar algunos:

  1. El 29 de enero de 1886, Karl Benz patentó el primer automóvil. Tres años después Bertha Benz hizo el primer viaje a la “asombrosa velocidad” de 20 km/h. Por el camino se detuvo varias veces a comprar nafta… en las farmacias.
  2. El 17 de diciembre de 1903 Orville Wright se convirtió en la primera persona en volar sobre una aeronave más pesada que el aire, propulsada por medios propios.
  3. El 26 de enero de 1926 el escocés John Baird ofreció la primera demostración de televisión y un año después transmitió TV por cable entre Londres y Glasgow.
  4. En 1962 J. Licklider expuso una idea loca: conectar a todas las personas del mundo mediante computadoras, como había muy  pocas, enormes y muy costosas, todos se rieron de ese “loco”. Pero en 1983 se abrió el primer “servidor”, en un año hubo 1000 computadoras conectadas, 3 años después eran 10 mil y en 1989 había 100 mil.
  5. En 1983 Martin Cooper presentó el Motorola Dyna TAC 8000X primer teléfono celular.

La cosa es que durante el siglo XX la humanidad (el ser humano) sufrió cambios drásticos, cambios que nos dañaron. Cambios que hoy no notamos, porque ya nacimos con ellos.  

Las distancias, que antes nos aislaban, se fueron achicando y si antes venir de Encarnación a Asunción requería de 12 días a caballo, hoy son 5 horas en micro o 20 minutos en avioneta. Si antes queríamos comunicarnos con un amigo que estaba en Buenos Aires, le escribíamos una carta que tardaba meses en llegar y volver. Las malas noticias se enviaban por telegrama. Ahora puedo escribir y conversar con cualquier persona del planeta, incluso con los astronautas.

Antes comprábamos libros y revistas, para enterarnos, para entretenernos, para estudiar. La mayoría leíamos y escribíamos correctamente: y los pocos analfabetos que existían hablaban correctamente, y sabían hacer cálculos. Hoy los que compran libros integran una minoría minúscula, casi nadie lee, y de los que leen… muy pocos comprenden un texto. Incluso los periódicos (un fenómeno informativo interesante de los siglos XIX y XX) empezaron a morir de a poco. La prensa escrita fue opacada por la radio, la radio fue opacada por la tele, y los tres (diarios, radio y TV) fueron opacados por “las redes”, un fenómeno que tuvo fines nobles, pero que actualmente es 80% información insegura o falsa.

La unión de los medios en una sola red (internet) y las facilidades otorgadas por una nueva comunicación -excesivamente fácil-  hicieron que cada ser humano tuviera en sus manos a todos y a cada uno de los rincones del planeta y, a cada prójimo del planeta. Pero el celular no distingue de buenos ni de malos. Lo que no está en manos de grandes corporaciones corruptas, está en manos de irresponsables anónimos.

En 1900, si a un niño se le pedía que describa SU mundo, el diría: mi mamá, mi papá, mi hermana, mi perrito, mi hogar, mis tíos, mis abuelos, mis amiguitos, mi barrio, mis escuela, mi maestra.

En 2020, si le preguntamos lo mismo a un niño, te dirá: mi samsung, mi play, mi compu, mi grupo, el toyota, la vieja, la profe. El niño sabe cómo acceder a pornografía, o como bajar un juego, pero no sabe preparar una ensalada, lavar su ropa, coser un botón, hacer una huerta o leer un libro.

La familia fue reemplazada en 37 años por una serie de artefactos tan útiles como incapacitantes y adictivos. Incluso la sana comida familiar ha sido reemplazada por chiperos, pancheros, copetines y cuando mucho por el microondas (donde metemos cosas instantáneas).

No voy a explayarme sobre la terrible contaminación ambiental que causan millones de autos recorriendo las maltrechas calles y rutas nacionales. No voy a hablar del daño que hacen el plomo y el azufre de los combustibles, ni el humo cancerígeno de los escapes, ni de las pilas y baterías que llenan de mercurio y litio nuestros ríos. No voy a plaguearme por el plástico que tapa arroyos y está creando nuevos continentes en los mares.

Pero si voy a llorar sinceras y amargas lágrimas por todo lo que perdimos.

Por los amores que matamos mientras pasábamos horas chateando.

Por los padres y abuelos que ya no están y con los que perdimos la oportunidad de hablar.

Por las personas que no tienen ni siquiera un terreno propio pero tienen un auto y una deuda enorme para pagar.

Por los padres y madres que prefieren dejar a sus hijos en manos de maestros que no conocen, o a cargo de empleados mal pagados, o bajo la autoridad de extraños.

Por los niños que tiene “todo cinco” pero no han leído ni un libro.

Por los médicos, profesores e ingenieros que salen de cualquier garaje.

Por los jóvenes que saben el cumpleaños de Romeo Santos o de Shakira, pero no se acuerdan del día que nacieron sus padres y hermanos.

Por la patria que alguna vez tuvimos y que a nadie ya le importa.

Por la hermosa bandera tricolor que cambiamos por cualquier camiseta.

Por la FE que perdimos en instituciones que se han olvidado de sus principios.

Por la familia que ya no tenemos.

El corona virus, que tanto te causa stress, que tanto te mete miedo, y que en cualquier momento nos puede matar es, quizás el último recurso de LA VIDA para salvarnos de otra epidemia peor. Creo firmemente que así como las plagas liberaron a un pueblo esclavo de la tiranía de los faraones: las plagas anteriores, esta plaga (y posiblemente otras peores)… tratan de liberarnos de la INHUMANIDAD que nos ha contaminado.

Entonces te doy esta receta: tranquilízate, abraza a tus seres queridos, apaga los artefactos que ahora no necesitas, cumple las normas de prevención e higiene, deja de gastar en estupideces, vuelve a las cosas reales, comunícate con quienes te rodean y cuida a los tuyos. Si nos mantenemos firmes y hacemos nuestros deberes, gradualmente la humanidad se recuperará.

O podemos ver hasta dónde llega nuestra estupidez.

Milton Siegfried