Breves de la historia de San Lorenzo del Campo Grande (VII)

 

EL TRENCITO MADRUGADOR

En los viajes de la madrugada, no sólo se convocaban a los viajeros de San Lorenzo y sus alrededores, sino también a los de Ñemby y Capiatá, con sus respectivas jurisdicciones. El trencito anunciaba su partida con mucha anticipación, mediante una larguísima pitada, y parecía inalcanzable para quienes, viniendo de lejos, aligeraban el paso en el anhelante afán, muchas veces frustrado de alcanzarlo.

Poco antes de la salida, el grupo humano giraba alrededor de un maremágnum indescriptible, en el que se alternaban con la confusión y vocerío, eventuales conatos de reyertas y disputas sobre la posesión de un hueco adecuado para ubicar la carga. Porque en el trencito de las horas tempraneras, viajaba el vulgo ignaro y rústico, que se ganaba el pan amasado con el sudor de la frente, así llamados por los falsos próceres de cuello duro, aquellos que ostentan títulos y condecoraciones proclamados en palabras retumbantes y poses exclamativas de las que siempre sacan provecho, pero no podían exhibir las cicatrices ganadas en las duras luchas de la vida, y atesoradas en el alma.

A falta de un furgón de carga asociados, “al de Dios que es grande”, y ubicados debajo de los asientos, mostraba una rica variedad de género. Rica en verdad era la rodante muestra: gallinas, guineas, pavos, inmovilizados en las últimas horas de tortura por el cordel opresor, padeciendo juntos la víspera de un final de olla y cuchillo, sin dejar de ejercer, ante la cruenta perspectiva, el agónico derecho al cacareo.
En las proximidades de las grandes fiestas patronales, y amparados por consentidas contra menciones, asomaban por algún resquicio bastante, el rosado y colorido hocico de algún lechoncito y el lastimero de una inocente oveja, cansados de gruñir y de balar en su fúnebre protesta, condenados ambos de antemano por la relamida aprobación de gastronómicos exigentes.

Yacían estas pobres criaturitas de Dios, inmovilizadas por apretadas ataduras y comprimidas y semiocultas por paquetes y líos desiguales entre sí por su volumen y formas distribuidos al azar. Dábase el caso de que algún vivillo desaprensivo hallara cómodo aquel desbarajuste, para improvisar sobre él, a modo de un reparador lecho donde descabezar un sueñito, sin pensar que al despertar podía encontrar la pesadilla conformada en el ejemplar castigo de una caída.

Se amontonaban además, en aquella extraña exposición rodante, canastos pletóricos de las variadas frutas de la tierra que nos sustentan, y de los elementos requeridos por la industria familiar: legumbres, verduras, hortalizas y frutas, y hasta manojos de las muy mentadas hierbas medicinales; bolsas con mandioca, batata y calabazas, sandías y melones, y naranjas según el tiempo y la estación.

Aparte del almidón y los productos de la manufactura familiar: los cigarros y el tabaco en rama, y la sabrosa chipa recostada en blanquísimos lienzos tejidos a mano, el typoi y el fino ñandutí; los huevos envueltos en paja, reposando en posaderas de lo mismo; el delicioso dulce, y el embutido de bien sazonada carne, grasa en damajuana, botellas o latas; las alimenticias del cerdo y vacunos, y las medicinales, y la miel rubia de la abeja y la oscura de la caña de azúcar, la leche con o sin agua, la aromática caña del brindis cordial o de la puñalada alegre, y hasta el agua pura de algún ycuá la Virgen, la del infalible milagro. Y muchísimas cosas más. Todo lo que la generosidad de la tierra diera, asociada a los arrestos de una manufactura primitiva: todo lo que cupiera dentro del rutinario y afanoso ma’e repy.

Amanecía cuando el trencito madrugador arribaba lentamente a la estación Terminal de Belvedere, pletórico de gente trabajadora que llevaba a cuestas el sueño del pan nuestro de cada día.

Recopilación de Arturo Alsina

Gentileza de Silvio Avalos Sánchez